sábado, 21 de mayo de 2011

Encontrar mensajes secretos en los libros, sea cual fuere el método

















Las matemáticas dejan en ridículo el código secreto de la Biblia

El supuesto código de letras que esconde la Biblia ha generado incontables libros de análisis conspiranoico y frotamientos de manos de muchas editoriales sin escrúpulos. El código secreto de la Biblia, de Michael Drosnin, es un ejemplo manifiesto de ello: incluso se atrevía a afirmar que la Biblia contenía profecías de hechos contemporáneos.

Las matemáticas, sin embargo, con una lánguida elegancia, desmontan el mito en pocos segundos.

El último intento de encontrarle un significado profundo a la Biblia tuvo lugar a raíz de la publicación de un artículo en una revista de estadística que sugería que la Torá, los 5 primeros libros de la Biblia, contenía secuencias de letras equidistantes que profetizaban relaciones significativas entre personas, eventos y fechas.

El matemático John Allen Paulos explica así esta supuesta conexión estadística:

Una secuencia de letras equidistantes es un conjunto ordenado de letras, en este caso hebreas, cada una de las cuales (salvo la primera) sigue a su precedente por un número fijo de otras letras. (No se cuentan los espacios entre palabras.) Un ejemplo simple es la palabra “nazi” (geNerAliZacIón), si se toma un intervalo entre letras de longitud 2. Habitualmente, los intervalos entre letras son mucho más largos: 23, 47, 69 o 92 letras, e incluso más. Los autores del artículo citado habían identificado en el texto de la Torá secuencias de letras equidistantes correspondientes a los nombres (o algunas variantes) de rabinos famosos que vivieron en siglos posteriores a los tiempos bíblicos, junto con secuencias a menudo contiguas correspondientes a sus fechas de nacimiento u otros eventos relacionados, la probabilidad de lo cual era minúscula.

El análisis matemático, sin embargo revela que estos hallazgos numerológicos parecen haber sido formulados por Rappel o Aramís Fuster: son superfluas y predicen poco, incluso menos de lo normal.

Vayamos a las probabilidades matemáticas de encontrar 4 letras concretas en posición equidistante dentro de cualquier texto, incluida la Biblia. Todo lo que se requiere es multiplicar las probabilidades de aparición de cada una de las 4 letras en la secuencia.

Allen Paulos lo calcula así:

Por ejemplo, si la lengua es el inglés, entonces, en cualquier posición dada, las probabilidades respectivas de las letras l, i, f y e son 0,039, 0,068, 0,022 y 0,124, así que la probabilidad de la sencuencia “life” en cuatro posiciones dadas es simplemente 0,039 × 0,068 × 0,022 × 0,124, lo que da aproximadamente 0,0000072. El producto de estos cuatro números (llamémoslo P) es una probabilidad muy pequeña. Las secuencias de letras equidistantes más largas serían aún más improbables.

Estas cifras hacen pensar a cualquiera que la probabilidad de encontrar la palabra “life” en un texto es remota. Sin embargo, el proceso empleado para descubrir la secuencia “life” en un texto incluye un matiz que se ha pasado por alto. En nuestro cálculo de probabilidades presuponemos que la secuencia de letras y las posiciones estaban especificadas DE ANTEMANO, y que el texto se seleccionó y observó DESPUÉS.

Cuando desarrollemos ese matiz, os daréis cuenta de que las probabilidades no son tan altas.

Quien busca, encuentra. A veces en el mal sentido. Es decir, que tendemos a encontrar patrones si nos decidimos a buscar (y luego organizamos esos patrones para que tengan sentido, lo cual es incompatible con observar la realidad objetiva). Prueba de ello son las nubes: basta mirar un rato el cielo para ver formas reconocibles en esas esposas máquinas lluvia.

O mirad una salpicadura en la pared. ¿Veis al Pato Donald? A eso me refiero. En la pared no está el Pato Donald, sólo hay un puñado de salpicaduras que, según la idiosincrasia del observador, se parecerá al Pato Donald o a cualquier otro icono cultural. Nuestra mente, pues, está bastante incapacitada para observar la realidad: más bien se afana en organizarla a su conveniencia y a darle sentido subjetivo.

Por esa razón es tan fácil encontrar mensajes secretos en los libros.

Por ejemplo, busquemos anagramas en libros famosos. Cory Clahoun, famoso creador de enigmas, descubrió el siguiente en la célebre frase de Hamlet de Shakespeare: To be, or not to be: that is the question: / Whether ´tis nobler in the mind to suffer / the slings and arrows of outrageous fortune(“Ser o no ser: he aquí la cuestión / Cuál es más digna acción del ánimo / sufrir los golpes de la fortuna injusta…”).

Éste es un anagrama exacto que brinda un perfecto resumen del contenido de la obra: In one of the Bard´s bestthought-of trageides, our insistent hero, Hamlet, queries on two fronts about how life turns rotten (“En una de las tragedias mejor pensadas del bardo, nuestro insistente héroe, Hamlet, se pregunta en dos frentes por qué la vida termina en putrefacción”).

Como señala Richard Wiseman, no estamos asistiendo a nada prodigioso:

Es simplemente la ley de los grandes números en funcionamiento. Dado el gran número de combinaciones de letras en las palabras y la enorme cantidad de texto en obras y en libros, no es sorprendente que cada tanto aparezca un anagrama. Lo que es quizá más sorprendente es que haya personas dispuestas a invertir una significativa cantidad de su tiempo en buscarlos.

Como ya escribí en una ocasión, incluso hay gente que busca esta clase de coincidencias completamente naturales desde el punto de vista de las matemáticas para darle más lustre a libros como la Biblia. Por ejemplo, El código secreto de la Biblia, de Michael Drosnin, es un ejemplo manifiesto de ello: incluso se atrevía a afirmar que la Biblia contenía profecías de hechos contemporáneos.

El matemático John Allen Paulos explica así esta supuesta conexión estadística:

Una secuencia de letras equidistantes es un conjunto ordenado de letras, en este caso hebreas, cada una de las cuales (salvo la primera) sigue a su precedente por un número fijo de otras letras. (No se cuentan los espacios entre palabras.) Un ejemplo simple es la palabra “nazi” (ge N er A li Z ac I ón), si se toma un intervalo entre letras de longitud 2. Habitualmente, los intervalos entre letras son mucho más largos: 23, 47, 69 o 92 letras, e incluso más. Los autores del artículo citado habían identificado en el texto de la Torá secuencias de letras equidistantes correspondientes a los nombres (o algunas variantes) de rabinos famosos que vivieron en siglos posteriores a los tiempos bíblicos, junto con secuencias a menudo contiguas correspondientes a sus fechas de nacimiento u otros eventos relacionados, la probabilidad de lo cual era minúscula.

En resumidas cuentas, lo importante no es la probabilidad de que aparezca una secuencia particular en un texto sino la probabilidad de que ALGUNA secuencia de significado vagamente similar aparezca DE ALGÚN MODO y EN ALGUNA PARTE del texto.

Bajo esta reglas tan laxas, es fácil, por ejemplo, encontrar secuencias interesantes en la traducción inglesa de Guerra y Paz: “Jordan”, “Chicago” y “Bulls”. Es decir, que Tolstoi estaba profundamente interesado en el futuro del baloncesto.

El artículo estadístico antes citado también puede ilustrar otro defecto más sutil que tiene que ver con sesgos no intencionados en la elección de las secuencias buscadas, procedimientos definidos vagamente, la variedad y las contingencias de la ortografía del hebreo antiguo y las diversas versiones de la Torá, o incluso el teorema de Ramsey, un profundo resultado matemático sobre la inevitabilidad del orden en cualquier secuencia de símbolos lo bastante larga.

La disparidad (al gusto del consumidor) del hallazgo de mensajes reveladores en los libros incluso fue el gérmen de una mancia ciertamente letraherida: la bibliomancia. Pero de de eso os hablaré en la próxima entrega de este artículo.

¿Podemos encontrar mensajes secretos en los libros?

Buscar intencionadamente lo que se quiere encontrar. Es lo que se vino a llamar bibliomancia. El método consistía en abrir un libro en una página al azar para interpretar así su contenido contextualizándolo y adaptándolo a la circunstancia presente. Esto es lo que dice el diccionario. Lo habitual, sigue el diccionario, era leer el primer párrafo.

Otra forma más indirecta de escoger el fragmento que se sometería a exégesis consistía en dejar el libro a la intemperie, abierto a la mitad exacta, para que el viento se encargara de pasar las páginas. También servía el arrojar el libro y leer la página donde hubiera quedado abierto. Tradicionalmente, el libro que se empleaba siempre para esta clase de adivinaciones era la Biblia. Con el transcurrir del tiempo, no obstante, son otros los libros que se han convertido en guías espirituales para los bibliomantes, como La Eneida de Virgilio. Por ejemplo, durante el Imperio Romano, cuentan las crónicas que Adriano señaló al azar un párrafo de La Eneida que predijo la aprobación por Trajano de su sucesión al trono.

O que Claudio II señaló un párrafo que vaticinó la muerte de su hermano Quintilo pocos días después de convertirse en emperador. También se usaron La Ilíada y La Odisea, de Homero. Ya ven ustedes, todo muy místico, todo muy código secreto de la Biblia o código da Vinci, o Código Penal, si me apuran: los leguleyos me entenderán.

Cualquier libro sirve, desde uno de Borges a uno de Twain, pasando por un poemario y hasta un lexicón. La serendipia llevada al extremo. El libro convertido en médium. La cura para la incertidumbre. Unos dados literarios para quienes, como yo, consideran azar y cálculo primos hermanos, cuando no hermanos gemelos univitelinos.

En cualquier caso, los que tengan una sensibilidad especial no necesitarán tirar de su cerebro mal calibrado para encontrar patrones donde en realidad no hay nada. Los especialmente sensibles podrán encontrar mensajes secretos de verdad. De los que vale la pena encontrar. Mensajes que no pueden ser analizados matemáticamente.

Para encontrar estos mensajes, sin duda, se requiere tesón. O a lo mejor, por casualidad, algún día te tropiezas con algún verso huérfano en una servilleta de papel de una cafetería perdida, o con un bosquejo en alguna pared tapiada, o con el eco de una tonada melancólica en un zaguán, o con una bella forma de barro en un alcorque, o con las joyas en forma de lentejuelas de rocío derramadas sobre el césped recién regado, o con el ritmo sincopado de las pisadas de una niña sobre la hojarasca crujiente. El mundo, aunque os parezca lo contrario después de mi explicación, es más fértil en este tipo de mensajes que en los comúnmente conocidos como mensajes secretos.

Si no, siempre nos queda mirar el cielo y reconocer al Pato Donald en una nube. /Por: Sergio Parra/LIVDUCA

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